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El viejo árbol se lo llevó

Absorto junto al fuego de la chimenea, le gustaba pasar largas horas con su mente en blanco. Eso era lo que más disfrutaba; estar libre de pensamientos y conversación indeseadas. Su momento favorito era estar así, a solas, contemplando el vaivén de las llamas y al abrigo del frío.

El fuego consumía la madera, igual que el tiempo consumía las horas y los días. El color de las brazas lo hipnotizaban y sus ojos vagaban junto al crujir de leños que se volvían cenizas. Estaba viejo y cansado, pero aún así, disfrutaba de la pequeñez de su refugio y del sonido del viento que cruzaba por los árboles de aquel antiguo bosque. Coihues y alerces, parecían gigantes danzando al ritmo de cada ráfaga.

En su mecedora junto al fogón y frente al ventanal, que le regalaba el espectáculo de un temporal que a ratos permitía al sol iluminar el día gris, él, sólo miraba. Miraba las llamas, miraba el bosque y el acelerado pasar de las nubes como tratando de huir de un fuerte empujón. En su mente, la nada. El rugir de la tempestad le era familiar, así como el sonido del riachuelo que se transformaba en un río de arrogante caudal, ese que crecía cuando la lluvia le regalaba suficiente agua como para disfrutar de una corta transición. En tiempos de aguaceros, arrastraba con todo a su paso, pero luego, cuando las gotas escaseaban, volvía a la humildad de su insignificante cauce.

Él, reconocía con claridad cada piar de aves, rechinar de troncos y bramar de animales. Era un ermitaño respetado por todos los de Cateto, un tranquilo y modesto villorrio a sólo veinte kilómetros de su guarida. Los lugareños le buscaban con majadería para recibir sus consejos, escuchar sus palabras y preparase para lo que el anciano pudiese predecir. Cada visita que le hacía algún aldeano, llevaba consigo alimento, leña, ropa y jabón. Al viejo no le quedaba más que agradecer, compartiendo con el afuerino, largas charlas repletas de preguntas sosas. No entendía por qué no lo dejaban tranquilo a merced de la vida que el bosque le brindaba, tal como ellos debieran entregarse al don de la propia. El afán de aquellos habitantes de querer saber siempre por anticipado lo que pudiese o no ocurrir, agotaba en exceso su ya agitado y premonitorio cerebro. Su sobrenatural capacidad lo cansaba en demasía, por eso, los días de invierno, que impedían a los pueblerinos llegar hasta su madriguera, se transformaban en un oasis.

Ese día nadie lo molestó. Ningún preguntón tocó su puerta y todo era confortable a pesar de tener sobre la mesa un simple plato de sopa y un pequeño trozo de pan. Se levantó a saborearlos, remojando aquella masa en la tibia mezcla de agua, sal y hierbas. Sorbo a sorbo calentaba su alargado cuerpo. Mirando el fuego, que ya parecía conversarle, respiraba profundo alimentando, también, la paz de su alma.

Ese día nada vio, nada presagió y nada lo perturbó. Sólo observar lo que pasaba a su alrededor, le daba descanso.

Afuera, cada trueno era como un millar de espadas chocando, que se superponían al estruendo del viento y al ronquido de piedras arrastradas por el torrente del arroyo que ya había cambiado su esencia. Los sonidos se mezclaban intimidantes, pero él no les daba importancia. Sumergido en si mismo y extasiado de paz sin reflexión, idea ni propósito alguno, tampoco escuchó el crujir del tronco más longevo de los árboles, que partido en dos por el relámpago, se desplomaba sin remedio sobre su sencilla morada.